jueves, 24 de agosto de 2017

LA MANIPULACIÓN DE LA JUSTICIA




POR JOSÉ ANTONIO MANTILLA
PERIODISTA Y ANALISTA POLÍTICO Y ECONÓMICO



Bogotá D.C., 24 de agosto de 2017

En más de medio siglo de ejercicio permanente del periodismo, nunca había visto una justicia postrada a oscuros intereses económicos y políticos, sumida en una crisis que aún no toca fondo, pero que hace imperativo buscar la luz al final del túnel, si pretendemos que Colombia no fracase como Estado.

Esta es la herencia que nos dejan las malas administraciones y la rebatiña politiquera en que cayeron los partidos luego del fracaso del experimento del Frente Nacional, que desestimuló la emulación de sistemas de gobierno al servicio del pueblo.

Ni siquiera la Constitución del 91 pudo adoptar los mecanismos para garantizar el desarrollo de una justicia moderna, pronta y cumplida y muy por el contrario fue contaminada rápidamente por la ambición de poder, la codicia, los apetitos burocráticos y la avidez por la figuración mediática.

Una justicia moderna, pronta y cumplida, nace de la confianza y la credibilidad del pueblo hacia quienes tienen la misión de su administración, lo cual no se logrará mientras no haya consenso oportuno y a tiempo para alcanzar una reforma que la modernice y la agilice.

El último intento por reformarla integralmente fue planteado en 2012, por el Presidente Juan Manuel Santos, pero resultó en un rotundo fracaso, que enfrentó los tres poderes y dejó al descubierto a quienes intentaban imponer sus criterios para manipularla, en momentos en que aún estaba vivo el espectro de la parapolítica que implicó a 75 senadores y representantes, muchos de los cuales aún continúan con sus procesos vivos y en espera de decisiones definitivas.

En ese entonces escribí un ensayo que lo condensé en el libro “LA UTOPÍA DE LA REFORMA A LA JUSTICIA EN COLOMBIA”, publicado por la Casa Editorial Prensa Andina y el cual, al repasarlo hoy, veo que nada ha cambiado en cinco años y que los factores que movieron a presentar esa fallida reforma, aún subsisten, al igual que sus protagonistas.

Como una contribución al debate que se ha suscitado en torno a la crisis de la justicia, pongo a consideración de los lectores las Notas de Autor con el cual demuestro una vez más que no existe voluntad por parte de ninguno de los tres poderes, para concebir una reforma que satisfaga nuestras aspiraciones.

Publicaré en entregas posteriores, algunos de los apartes del libro que se refieren al contexto histórico y que guardan similitud con la situación que hoy vive la justicia en Colombia.




NOTAS DEL AUTOR


La fuerza de los acontecimientos me obligó a adelantar la publicación de este libro que hoy pongo en las manos de Colombia para el análisis de los nuevos ciudadanos y para la reflexión de todos aquellos a quienes como yo, les intrigan las causas de tantas crisis y les preocupa la inestabilidad social, económica, jurídica y política del país, que todo ello genera.

Los escándalos, no pasan de ser simplemente escándalos, si quienes estamos obligados a investigar las causas, solo nos limitamos a ser testigos de las discusiones mediáticas que se generan en los altos círculos políticos y las sedes del Gobierno, del Congreso o del Poder Judicial, y como idiotas útiles, las plasmamos en los medios de comunicación con más o menos imaginación periodística.

Pero trascienden el umbral sociopolítico, y se producen grandes soluciones, si nos adentramos en los vericuetos de quienes generan esos conflictos y buscamos su causa y su efecto y, calculamos la jugada a tres bandas, que por lo general está implícita en este tipo de escándalos.

Lo que acaba de ocurrir con la Reforma Judicial, no es más que otro episodio para la historia, en donde se impone la sinrazón de ser de los “poderosos” que creen que pueden manipular a su antojo los poderes públicos para postrar al Estado y colocarlo al servicio de sus intereses particulares.

Tal vez esta obra sea desdeñada en las manos de quienes hoy ostentan el poder político, pero mi ambición es que la investigación y el análisis que hago en ella, lleguen al pueblo y  como un grano de arena, sirva para coadyuvar a la construcción de país y democracia.

Los ataques contra la institucionalidad no son nuevos ni se inventaron a partir de la Constitución del 91. Lo malo no son las instituciones, que con toda seguridad han sido creadas con espíritu sano por personas despojadas de sentimientos apátridas, por individuos que como los que participaron en la Constituyente que le dio vida a la nueva Carta Magna, estaban por encima de intereses particulares y su único propósito era buscarle un camino de paz a Colombia.

El país tuvo 14 constituciones antes de 1886, cuando adquirió una relativa estabilidad impulsada por la Regeneración Conservadora que presidía Rafael Núñez. Esta Carta contenía 210 artículos que fueron modificados sucesivamente en 70 ocasiones por decisión de los jefes del gobierno en sus 105 años de prevalencia histórica.

La actual Constitución Política de Colombia, en solo 21 años, cuando apenas si cobra su mayoría de edad, ha sido modificada en 34 ocasiones, algunas de ellas de manera anodina por parte del Congreso o del propio Gobierno. Dos de estas reformas fueron declaradas inexequibles por la propia Corte Constitucional.

¿Cómo nos verán desde otros ángulos del mundo a donde vamos a pregonar con jactancia que somos la democracia más antigua de Latino América?

Basta simplemente citar como la Constitución de un país como Estados Unidos, expedida en 1787 sólo ha tenido hasta la fecha 27 enmiendas. Eso es lo que constituye solidez constitucional e institucional. Por algo son vistos como un paradigma de la democracia.

Ni que decir de algunos aspectos adoptados por nuestra Carta, que debieron ser reglamentados y desarrollados legalmente, pero que siguen como letra muerta porque no son tan llamativos políticamente, como lo relativo a la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial.

Estas sucesivas reformas lo único que generan es inseguridad jurídica y provoca desorden social y económico en el país, amén de la desconfianza con que nos ven desde afuera otros gobiernos.

En el primer año del actual Congreso, se aprobaron los Actos Legislativos que ordenaron el fin constitucional de la Comisión Nacional de Televisión, la sostenibilidad fiscal, el sistema de regalías, beneficios laborales para trabajadores provisionales del Estado y el fin de los impedimentos cuando se tramiten actos legislativos.

En este Acto Legislativo 01 de 2011, aprobado en mayo de ese año, se han sustentado los senadores y representantes hoy, para justificar su presencia en las votaciones, sin que se les pueda acusar de violar el régimen de conflicto de intereses.

Fue el propio Gobierno de Juan Manuel Santos, a través de su Ministro del Interior Germán Vargas Lleras, quien avaló esta reforma de un solo artículo, que adicionó el parágrafo del artículo 183 de la Constitución Política: “La causal 1 en lo referido al régimen de conflicto de intereses no tendrá aplicación cuando los Congresistas participen en el debate y votación de proyectos de actos legislativos”. Ponente de la misma fue el entonces presidente del Senado Armando Benedetti. El argumento que se esgrimió es que en el trámite de los Actos Legislativos prima el interés general sobre el particular. ¿Acaso en la votación de las leyes no?

¿Pero cuál fue el origen de esta reforma? Pues los inconvenientes que se suscitaban a la hora de votar las normas, puesto que 77 senadores y representantes estaban siendo acusados de distintos delitos, que los inhabilitaban para ejercer este sagrado derecho.

Es aquí realmente en donde comienzan los problemas en torno a los cuales hoy el Gobierno, el Congreso y el Poder Judicial, se rasgan las vestiduras y se acusan entre sí de ser los causantes de una crisis que aún por varios meses mantendrá en vilo al país y en donde la mecha de la “bomba” fue la Reforma Judicial, presentada por el Gobierno, avalada por el Gobierno y sustentada por el Gobierno a través de ocho debates sucesivos en dos legislaturas.

Valga la pena recordar cómo, el Presidente Carlos Lleras Restrepo, tras amenazar con su renuncia, cedió finalmente ante el Congreso de la época para que se aprobara la Reforma Constitucional de 1968, otorgándoles a senadores y representantes los llamados auxilios parlamentarios y otras prebendas de tipo económico. Entonces se aprobó la modificación de casi el 30 por ciento de la Carta de Núñez y Caro.

Para el caso que nos ocupa, el propio presidente Juan Manuel Santos selló con el Congreso y las altas cortes el acuerdo en torno a la Reforma a la Justicia pero en el trascurso de los debates, perdió el control y poco a poco se fueron incorporando las modificaciones, aún con la presencia de los ministros del Interior y de Justicia y del Derecho. Estos debates no se hicieron a puerta cerrada sino que tenían la difusión necesaria y la presencia de los funcionarios de los tres poderes y la prensa nacional.

Así se fueron incorporando en cada uno de los ocho debates, en las dos legislaturas, las iniciativas que les permitían a algunos evadir el peso de la justicia y a otros, como los secretarios del Senado y la Cámara, blindarse como aforados con las mismas prerrogativas de los congresistas, desvertebrando el proyecto que era una de las promesas de campaña del Jefe del Estado.

Obviamente sus colaboradores como el Ministro del Interior, Federico Renjifo y el Ministro de Justicia y del Derecho, Juan Carlos Esguerra Portocarrero, no tenían la cancha de un Vargas Lleras, cuya formación política le permitía hablar de tú a tú con los congresistas y muy seguramente advertir de manera oportuna lo que podía fraguarse.

Ambos ministros fueron timoratos a la hora de enfrentarse a los congresistas y preferían ceder y ceder, antes de que el proyecto pudiera hundirse y con él, obviamente, su prestigio como negociadores ante el Congreso.

Incluso, para impedir el retiro de las altas cortes de la discusión del proyecto, accedieron a ampliar el periodo de los magistrados de ocho a doce años y el retiro forzoso de los 65 a los 70 años de edad.

El gran problema que existe en Colombia es que los altos funcionarios, los parlamentarios e incluso los magistrados –estos últimos que debieran ser maestros en la prudencia- suelen ser demasiado locuaces y salen a los medios a hablar de lo que cada uno de ellos piensa y no sobre lo que puede ser o no conveniente para el país. Creen que ello les da la importancia que requieren en sus cargos.

La frase, según la cual, “aquí se habla mal de todo el mundo pero no se le sostiene a nadie”, parece haberse puesto de moda, a juzgar incluso por las ligeras declaraciones del ministro Esguerra, quien –una vez estalló el escándalo en la prensa-, salió a decir que “todo se hizo a mis espaldas”, y alegó que cuatro de los conciliadores le habían pedido retirarse del salón del Club de Ejecutivos en donde se adelantaban las deliberaciones.

Las posteriores declaraciones del presidente de la Cámara, Simón Gaviria, avalando las declaraciones del ministro y su aceptación de que había votado la conciliación sin leerla, son muestra palpable de la ligereza con que se tratan ciertos temas que son sensibles para la nación.

Surge entonces una pregunta: ¿Por qué si al ministro no se le dejó ingresar a la conciliación, en la plenaria del Senado terminó legitimando esa conciliación y la fe de erratas y solicitando el voto para la reforma de los congresistas?

En esta forma toda el agua sucia le cayó al Congreso, mientras que el Gobierno se lava las manos en un proceso en el cual todos son igualmente responsables.

Si como dice el dicho popular “al mejor peluquero se le queda un pelo”, ¿por qué los políticos y funcionarios no tienen la entereza de carácter para aceptar sus culpas y asumir su propia responsabilidad, en lugar de buscar responsables en donde no los hay?

¿Renunció a motu proprio el ministro Esguerra, o fue una solicitud del Presidente, por su error de haber permitido que se le colgaran a la reforma los micos que terminaron por hundirla? Esta es una pregunta que solo con el tiempo se responderá.

Además de las inconveniencias del proyecto, hubo una serie de errores procedimentales que dejan al descubierto la necesidad de reformar la Ley Quinta de 1992.

Los conciliadores de Senado y Cámara resolvieron por su cuenta y riesgo suprimir y agregar artículos o modificar de fondo otros, sin que ello hubiese sido materia de discusión por parte de ninguna de las cámaras legislativas.

Al respecto el Acto Legislativo 1 de 2003 estableció: “Cuando surgieren discrepancias en las Cámara respecto de un proyecto, ambas integrarán comisiones de conciliadores conformadas por un mismo número de Senadores y Representantes, quienes reunidos conjuntamente, procurarán conciliar los textos, y en caso de ser posible definirán por mayoría”. Y agrega en otro de los incisos: “Previa publicación, por lo menos con un día de anticipación, el texto escogido se someterá a debate y aprobación de las respectivas Plenarias”.

La Constitución no les da a los conciliadores la posibilidad de agregar textos nuevos que no fueron debatidos por las cámaras con anterioridad ni mucho menos les otorga atribuciones para modificar el articulado cambiando su contextualización y el espíritu de las normas.

Los conciliadores se arrogaron aquí prerrogativas que no tenían, abusaron de su condición para variar textos de la reforma, adicionar palabras e incluir artículos nuevos que no habían sido discutidos por las cámaras, con lo cual bien podrían ser investigados.

Ahora bien, en cuanto a las afirmaciones del ministro Esguerra sobre su presencia en la conciliación, este es un acto propio del legislativo y en ningún momento se advierte que debe hacerse con la participación de funcionarios de otro de los poderes. Ellos tienen la prerrogativa de intervenir en el proceso de las discusiones, como en efecto lo hicieron durante los ocho debates, en las dos vueltas que surtió el proyecto. El Poder Legislativo es soberano en cuanto a permitir en estas comisiones la presencia de dichos funcionarios.

La conciliación tampoco fue enviada para su publicación con un día de antelación (24 horas) sino que ocho horas después estaba siendo sometida a la aprobación de las plenarias sin haberse surtido el requisito en la Gaceta del Congreso. 

Por estos hechos protuberantes podía haberse caído el Acto Legislativo, pero para su análisis de constitucionalidad tendría que haberse enviado primero para su publicación en el Diario Oficial, con lo cual solo se podría obtener un fallo mínimo seis meses después.

Eso lo advirtieron quienes comenzaron a promover el referendo revocatorio de la norma, con la intención de que si finalmente se remitía el Acto Legislativo por parte del presidente del Congreso para su publicación, se tuviera la opción, por lo menos, de contra-reformar la justicia.

El Presidente Santos, pescó en río revuelto y armó tremenda barahúnda. Sus palabras fueron recogidas por los medios que ya habían satanizado a los parlamentarios que integraron la comisión de conciliadores y desde luego, se le echó toda la responsabilidad al Congreso, mientras que el Gobierno se hacía el de la vista gorda y se victimizaba al sector de la justicia. Lo peor es que en su juego –el de Santos- cayeron tendidos en el piso los presidentes de Senado y Cámara.

Pero frente a esta situación ¿cuál es la responsabilidad que le cabe a Simón Gaviria como presidente de la Cámara y como director de Partido Liberal?

Sin duda alguna si hubiera advertido a tiempo sobre los micos que le colgaron a la reforma y la inconveniencia que para el país representaba ese Acto Legislativo como fue moldeado en la Comisión de conciliación, se hubieran evitado, no solo el desgaste jurídico y el alto precio que hoy paga el Congreso por su desprestigio frente a la opinión nacional.

Simón Gaviria pagó la novatada, pero debería cobrársele el descrédito del Partido Liberal que ahora debe cargar con otra culpa, como si no fuera suficiente con la caída que ha impedido optar al poder en los últimos cuatro periodos.

El presidente Santos y sus asesores optaron por la fórmula más anodina y fácil: Corregir una inconstitucionalidad “torciéndole el pescuezo a la Constitución”, como diría el ex presidente Ernesto Samper.

Lo peor es que la clase dirigente del país, está acostumbrada, desde el siglo antepasado, a modificar la constitución para acomodarla a sus propios intereses, y el pueblo parece no darse cuenta de ello. El ciudadano común y corriente vota por pasión engañado por el corazón, pero sin utilizar la razón.

Senadores y Representantes se sintieron acorralados por el Presidente Santos y los medios de comunicación; su temor de ser señalados por el pueblo pudo más que su condición de legisladores y acudieron a la convocatoria a extras, a pesar de ser este un procedimiento irregular y sui géneris.

Los Actos Legislativos deben discutirse en sesiones ordinarias y en dos legislaturas distintas. Así está contemplado en la Constitución y en la Ley Quinta de 1992. Sin embargo, se forzó la interpretación de la Carta Magna, al citar a las sesiones extras para debatir las objeciones presidenciales y hundir la norma.
 
En este orden de ideas, ¿cuál será la situación jurídica de los senadores y representantes que atendieron la citación con ese único propósito, a sabiendas de que no pueden debatir en sesiones extras ningún Acto Legislativo?

No se trata de que el Presidente como tal asuma la responsabilidad jurídica y política de ese acto. Primero no es lógico objetar los Actos Legislativos, pues estos cobran vida con su sola publicación en el Diario Oficial. Segundo, la responsabilidad jurídica o política es individual. Así que el anuncio del Primer Mandatario en su alocución por televisión, se torna en una presión indebida más contra los parlamentarios.
 
Nadie cuestionó la inviolabilidad del voto ni la opinión de senadores y representantes, lo cual aclaró la Corte Constitucional desde 1999, cuando la Corte Suprema de Justicia intentó tomarles cuentas a los congresistas que en 1996 absolvieron al entonces presidente Ernesto Samper. El problema surge por cohonestar el llamamiento a extras a sabiendas de que el procedimiento era irregular.

El Presidente del Senado, Juan Manuel Corzo, quien ha sido cuestionado por la prensa por sus actuaciones, se amilanó igualmente y decidió acatar el llamado de Santos, no obstante su participación como conciliador de la reforma.

Solo el Polo Democrático Alternativo, anunció su inasistencia a las sesiones, aunque antes de la votación el senador Camilo Romero, dijo que "el Presidente (Juan Manuel santos) no puede lavarse las manos", y afirmó que el Ejecutivo "los sigue tratando mal (a los congresistas de la coalición), que los manda a hacer una tarea y después los regaña por hacerla". Su colega de bancada Jorge Guevara afirmó que "el Congreso no puede ser apéndice del Gobierno". Su presencia en el recinto determinó que horas después fueran separados de ese partido.

Legal o ilegal, constitucional o inconstitucional, lo cierto es que se votó el hundimiento de la reforma por “inconveniencia” para el país, alcanzando en Senado 73 votos y en Cámara 117 y quedó sin piso la convocatoria al referendo. Lo que desconocemos son las consecuencias que sobrevendrán sobre los actores de esta reforma.

Una vez más, los congresistas “mataron al tigre, pero se asustaron con el cuero”.

  
JOSÉ ANTONIO MANTILLA Z.
AÑO MMXII
COLECCIÓN CUADERNOS POLÍTICOS
EDITORIAL PRENSA ANDINA
ISSN No.1909-2326
Derechos reservados de autor
Impreso en Colombia — Printed in Colombia